En el evangelio de hoy (Mt 22,15-22) encontramos una frase lapidaria de Jesús: “Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”. Una frase con la que rompe el dilema presentado por sus interlocutores que querían hacerle caer en la trampa de elegir entre la “Ley” y “Roma”.
De esta frase se han hecho diversas lecturas, las más de las veces acomodaticias y favorables al intérprete de turno. Entre las más frecuentes, creo yo, ha sido la de decir que Jesús afirma una especie de separación de poderes. Por una parte “Dios” y por la otra “Cesar”. Dos ámbitos independientes entre los que no hay conexión alguna. La vida del creyente debe atender a sus deberes religiosos por un lado y por el otro debe atender los deberes de la vida civil o pública según las leyes de la “república”.
De la intención de Jesús está lejos el dividir el mundo en dos sectores o compartimentos estancos. Dios lo abarca todo y “Cesar” está supeditado a Dios. Si “Cesar” pide la absoluta sumisión a su poder por encima de los derechos inalienables del hombre entonces “Dios” se pone del lado del oprimido y del pobre. Dios no es indiferente a lo que sucede en la historia. Dios “oye” el clamor de su pueblo.
Está claro que el “Cesar”, sea quien sea a lo largo de los tiempos, tiene un campo de autonomía propia que debe ser respetado y reconocido en todo tiempo y lugar; pero no es admisible ningún “cesarismo” porque “el hombre” es imagen de Dios y tiene valor absoluto e inalienable.
En virtud de la supuesta división de poderes entre Dios y el Cesar, se ha querido “meter en la sacristía” toda posible actuación de la iglesia y de los creyentes. La voz de la Iglesia se pretende reducir al ámbito privado y salir de él es inmiscuirse en otro ámbito que no le corresponde. Se le niega al creyente que haga valer sus convicciones en la dinámica de la vida pública.
El Papa Francisco, en su recentísima encíclica “Frattelli tutti”, entra en este campo al que va a llamar ejercicio de la caridad social y nos dice en el número 276:
“Por estas razones, si bien la Iglesia respeta la autonomía de la política, no relega su propia misión al ámbito de lo privado. Al contrario, no «puede ni debe quedarse al margen» en la construcción de un mundo mejor ni dejar de «despertar las fuerzas espirituales» que fecunden toda la vida en sociedad. La Iglesia «tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia y educación» sino que procura «la promoción del hombre y la fraternidad universal». No pretende disputar poderes terrenos, sino ofrecerse como «un hogar entre los hogares —esto es la Iglesia—, abierto […] para testimoniar al mundo actual la fe, la esperanza y el amor al Señor y a aquellos que Él ama con predilección. La Iglesia es una casa con las puertas abiertas, porque es “madre”. Y como María, la Madre de Jesús, «queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad […] para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación»”.
Quiero también resaltar del evangelio la descripción que de Jesús hacen sus enemigos. Un elogio en toda regla, que será adulador en su intención, pero que es veraz.
“Sabemos que eres sincero”. En Jesús no hay doblez. Su decir es el reflejo cierto de lo que tiene en su corazón. No miente nunca.
“Enseñas el camino de Dios conforme a la verdad”. Jesús es reconocido como “maestro”. Nos señala con certeza y verdad el camino que lleva a Dios. Él es la Verdad.
“Sin que te importe nadie porque no te fijas en las apariencias”. Le “importa” todo el mundo porque todos son importantes para él. Por eso no le importa decir la verdad ante gente “importante”. No duda en descalificar a Herodes o en llamar “Hipócritas” a aquellos mismos que le estaban alabando. No busca lo “políticamente correcto” sino que busca lo correcto desde la Verdad o desde la Ley indicadora de la voluntad divina que es el reflejo de la verdad que hay en Dios.
No se fija en las apariencias. Lo que vale es el corazón