¿El tiempo y la historia hacia qué salvación?
Comienza un nuevo año. Revisemos 2021 a la luz de la fe.
El año 2021 ha sido un tiempo difícil, marcado por la pandemia, por las graves injusticias, la violencia y los contrastes; un tiempo que ha puesto de manifiesto las dificultades personales, sociales, económicas y eclesiales. Ha acelerado procesos que ya estaban presentes de antemano, de los que no éramos conscientes o no queríamos tomar conciencia y responsabilizarnos: situaciones familiares desgarradas, contaminadas, destruidas; trabajo sin justicia; sufrimiento físico, psicológico y espiritual; enfermedades no siempre apoyadas en el respeto a la vida y a la persona; fragilidad, soledad, abandono, graves traumas en el vivir y en el morir.
El estallido de la pandemia ha trastocado muchos planes, ha impuesto lo esencial, ha obligado a encontrar nuevas formas de comunicación, ha abierto el camino a la asunción de responsabilidades y a los actos generosos de cuidado, pero también ha hecho que muchas personas se sientan humilladas, confundidas, inseguras y temerosas, además de acentuar la arrogancia, la violencia, el individualismo y la indiferencia.
Tenemos que reparar este mundo, curar los corazones heridos, remediar las deformaciones de la opulencia que vuelven a la gente tonta, agresiva, pesimista. Esto no es un problema para algunos, sino para todos.
Una lección que no se olvida
El 27 de marzo de 2020, en la plaza de la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco dio una lección para no olvidar: “No somos autosuficientes, solos; solos nos hundimos: necesitamos al Señor como los antiguos navegantes de las estrellas. Invitemos a Jesús a las barcas de nuestra vida. Entreguemos nuestros miedos a Él, para que los supere. Como los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no naufragaremos. Porque ésta es la fuerza de Dios: convertir en bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad a nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos desafía y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y activar la solidaridad y la esperanza capaces de dar solidez, apoyo y sentido a estas horas en las que todo parece naufragar”.
Si no aprendemos a volver a ser humanos, si no superamos ese analfabetismo que nos ha hecho olvidar la gramática del diálogo, que ha contaminado y corrompido tantas relaciones, la tierra será cada vez más ese “parterre que nos hace tan fieros” (Dante – Paraíso XXII, 151).
El nivel universal de paz, solidaridad, cooperación, en las sociedades y entre los pueblos, es el resultado del compromiso y la transformación. Los acuerdos de paz entre los interlocutores sociales en conflicto o entre los Estados son indispensables, pero no suficientes. Son indispensables, porque el primer paso para la paz es la extinción del conflicto; insuficientes, porque la paz “no es la mera ausencia de guerra” (Gaudium et spes, n. 78).
Mientras unos pocos privilegiados del mundo disfruten de la riqueza y lo superfluo y millones de seres humanos carezcan de lo esencial para vivir, habrá luchas y conflictos; mientras no se reconozca el derecho a la vida para todos, desde la concepción hasta la muerte natural, no habrá respeto ni dignidad; mientras miles de personas se vean obligadas a huir de los países en los que nacieron con la esperanza de encontrar fortuna en otro lugar, persistirán los problemas, los retrasos, las dificultades y las inquietantes preguntas sobre el presente y el futuro, con respuestas insuficientes y previsiones deprimentes.
Reorientar la mirada, volver a centrar la vida
En Pentecostés 2020 el Papa Francisco dijo: “Nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Nos recuerda que, en primer lugar, somos hijos amados de Dios; todos iguales, en esto, y todos diferentes. El Espíritu viene a nosotros, con todas nuestras diferencias y miserias, para decirnos que tenemos un solo Señor, Jesús; un solo Padre y que por eso somos hermanos. Partamos de aquí, miremos a la Iglesia como lo hace el Espíritu, no como lo hace el mundo. El mundo nos ve como de derechas y de izquierdas, con una ideología u otra; el Espíritu nos ve como del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. El mundo ve estructuras que necesitan ser más eficientes; el ojo espiritual ve hermanos y hermanas que piden misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar de cada uno de nosotros en el conjunto: para Él no somos confeti llevado por el viento, sino piezas insustituibles de su mosaico” (23 de mayo de 2020).
Parece que todavía no hemos entendido qué levadura nos da Jesús, y a menudo seguimos buscando la de los fariseos y la de Herodes, y entonces nos sentimos perdidos.
Todos hemos sido humillados. ¡Es hora de ser más humilde! Y enfrentarnos a las tinieblas del mal, sintiendo en nosotros la fuerza del Señor que hace nuevo lo que es viejo.
El Año Nuevo nos pide que volvamos a empezar en nuestra vida cotidiana con la certeza de que no sólo es posible la Salvación, sino que está presente.
Cada año nuevo es un año ya salvado, y no desde la medianoche del 1 de enero, sino desde hace más de dos mil años, desde que el Salvador, Jesús, entró y habitó en el mundo.
Cada año nuevo es un tiempo de gracia en el que la verdadera fuerza de la humanidad es la presencia de Dios. Celebrando las solemnidades del tiempo de Navidad, la Iglesia nos recuerda que también en este nuevo año, pase lo que pase, Dios está presente, Dios es el Emmanuel, Dios está con nosotros.
Ciertamente, las sombras de la historia personal y mundial nos infunden la tentación de pensar que este mundo no está salvado, sino abandonado a la infelicidad, la desesperación y la muerte. En cambio, incluso estas sombras llaman a Jesús, y los cristianos tenemos la tarea de invocar su presencia y su intervención sobre la fragilidad humana que Dios ya ha abrazado, desde Belén hasta el Calvario: invocarlo a través de la oración, pero también con la voluntad de dejarnos interpelar para crear espacios donde la fe pueda ser acogida y abierta a la esperanza.
Un ejercicio de esperanza es sanar y restablecer las relaciones, purificar las palabras, derribar las mentiras para hacer la verdad sobre nosotros mismos y los acontecimientos, regenerar los valores humanos y cristianos, experimentar la proximidad y la fraternidad en la ayuda a las numerosas emergencias que marcan nuestro tiempo, recrear comunidades vivas que celebren, proclamen y vivan la caridad.