14 febrero 2022
14 feb. 2022

Discurso de apertura del Superior General con motivo de la IX Conferencia General

de  Carlos Luis Suárez Codorniú, scj

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Entre las lenguas latinas, la lengua portuguesa conserva bien el sentido del domingo como el día primero de la semana. De hecho, el lunes, en portugués, es el día segundo (segunda-feira). El martes es el tercero (terça-feira) y así sucesivamente hasta llegar al último, que es el sábado. El domingo, por lo tanto, queda enfatizado como el día que origina e ilumina la semana.

Esta concepción de la semana creo que puede ayudar a situarnos en la comprensión de nuestra reunión de estos días. De hecho, fue ayer que comenzó nuestra Conferencia General. Lo hicimos celebrando el domingo, el día del Señor, su Pascua.

No sé si a ustedes les pasa, pero cuando me toca hacer una homilía, o una intervención como esta, me doy cuenta de que me preocupo más por lo que voy a decir que por lo que he escuchado. Por eso, permítanme que les invite a vivir -y a ayudarnos a vivir unos a otros- esta IX Conferencia General como una prolongada y pausada lectio divina del Evangelio que escuchamos ayer, atentos a lo que nos fue proclamado en nuestro día primero: las bienaventuranzas y las imprecaciones de Jesús a un grupo grande de sus discípulos y a una muchedumbre del pueblo, entre ellos personas atormentadas y enfermas (cf. Lc 6,17.20-26).

Dicen nuestras Constituciones que para continuar la comunidad de los discípulos estamos llamados, precisamente, a “profesar las Bienaventuranzas”, que es la manera de asociarnos a la entrega de Cristo al Padre. Es una entrega que nos libera “para el verdadero amor según el espíritu de las Bienaventuranzas” (cf. Cst 40).

Cuando Jesús las proclama, no habla abstractamente de felicidad, sino que mira a rostros que tiene ante sí ¡y los llama felices! Unos, o tal vez todos, son pobres, gente que llora o que pasa hambre. A esa misma gente, además, Jesús también los proclama felices por algo muy singular: la relación que tienen con el hijo del hombre, es decir, con quien vive y expresa lo verdaderamente humano (cf. Lc 6,22). Felices porque no se dejaron seducir por lo inhumano y sus tretas. Felices porque no se hicieron cómplices de lo que engaña y acaba deshumanizando.

En la carencia, en el llanto, en el hambre y en los sufrimientos que es capaz de reconocer entre aquella gente, Jesús está constatando que también Él, Palabra encarnada, al igual que ellos, es frágil, limitado, débil y tiene, como todos, necesidad de compartir, de alimentarse, de expresarse, de ser acompañado, de celebrar y de ser ayudado.

Lo entiende después de una larga noche de oración y tras cruzar su mirada con la de tantos rostros que lo buscan y lo acompañan en un lugar llano, espacio que rompe las asimetrías. Es allí, y solo entonces, que Jesús comparte lo que ha aprendido. Ha sabido interpretar que el llanto, el hambre y el mal que sufren quienes tiene ante sí, no son un amén fatalista y resignado al poder evidente de la muerte, de la injusticia y de la indiferencia. No. Bien al contrario, Jesús sabe reconocer que en el llanto, en el hambre y en tanto sufrimiento que ve lo que hay es un desgarrador amor a la vida y una irreductible pasión por la dignidad humana. Aquellos hombres y mujeres no están dispuestos a renunciar ni a la una ni a la otra. No quieren entregarse a una muerte estéril. Por eso la defienden hasta con la impotencia de las lágrimas, que es lo único que tantas veces queda. Pero es que la vida y la dignidad humana no se negocian. Son don de Dios. Jesús, admirado ante una convicción tan arraigada, no puede hacer nada mejor y más humano que llamarlos “felices” porque así lo han entendido.

Cuando nuestro fundador, el Venerable P. Dehon, se sitúa ante la sociedad de su tiempo en comunión con la Iglesia que ama, ante lo que a su entender se aleja del querer de Dios, no se dejó llevar por un catastrofismo desalentador. Por el don de su fe, por su cuidada intimidad con el Señor y la pasión por su Reino, por su inconformidad y su perenne inquietud, se mantuvo en la certeza de que ese mundo que tenía ante sí no quedaba fuera del Corazón de Dios. Este proceder del P. Dehon bien lo reflejan nuestras Constituciones:

Esta adhesión a Cristo,
que procede de la intimidad del corazón,
debe realizarse en toda su vida,
especialmente en su apostolado,
caracterizado por una máxima atención
a los hombres,
en particular a los más necesitados,
y por el anhelo de remediar activamente
las deficiencias pastorales de la Iglesia de su tiempo (Cst 5).

A este punto, no deja de ser inquietante lo que el pasado XXIV Capítulo General nos dijo en su Mensaje final: “Un aspecto que nos caracteriza como hijos del Padre Dehon es la dimensión social de nuestro carisma. Si bien a veces observamos una disminución de la atención en este aspecto, queremos enfatizar una vez más la importancia de una implicación más intensa en este sector (…)” (MF 24). Es una provocación contundente, no para tener más o menos obras, sino para revisar -y tal vez rehacer- con Jesús y al modo de Jesús aquel camino que él hizo desde el monte, donde oraba/adoraba al Padre, al llano donde se encontró con sus discípulos y una muchedumbre. La montaña y el llano son nuestros espacios, el Padre y los hombres y mujeres de hoy nuestra escuela. Que como Jesús y el P. Dehon sepamos amarles y reparar con ellos, por ellos y entre ellos tanto amor no amado. Y si no, “¡Ay de nosotros!”.

Los religiosos, por su estado, dan preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas (LG 31).

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