23 agosto 2016
23 ago. 2016

León Dehon, estudiante de derecho: el inicio de su sensibilidad social

de  Yves Ledure, scj

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Por obedecer a su padre, León Dehon transcurre cuatro años de estudios en la Sorbonne de París. Esta larga estadía será un período particularmente rico y fecundo. El estudio del derecho no lo ocupa totalmente, porque no lo considera ni como una preparación a una carrera ni como el aprendizaje de un trabajo. Es más bien un paso obligatorio y la espera de otra cosa. El estudiante de derecho se impone un ritmo de vida tal que pueda favorecer su vocación sacerdotal, el objetivo último.

Habita en la calle Madame y hace de la parroquia de San Sulpicio su parroquia, que frecuenta asiduamente, en especial para la misa matinal cotidiana. Aquí recoge algo del espíritu del P. Jean-Jacques Olier, el fundador de los sulpicianos, del cual deseaba alimentarse entrando el Seminario de San Sulpicio. Gracias a la enseñanza de los sulpicianos reúne los primeros elementos de la espiritualidad sacerdotal, de los cuales más tarde hará la base de su propia doctrina espiritual: la unión a Cristo, a su misterios, a sus sentimientos. Por otro lado, se empeña en las diversas obras de la parroquia como la Conferencia de San Vicente de Paúl. Por consejo de su padre espiritual, elegido entre los tenientes curas de la parroquia, llegará a ser catequista de marginados y analfabetos, muy numerosos en ese barrio.

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Calle Mouffetard. París, siglo XIX

Ese sector de París ofrece una imagen contrastante. No se reduce sólo a los negocios de los cuales se burlará ruidosamente Huysmans. Entre el Panteón y el barrio Mouffetard y San Sulpicio se extiende una zona de extrema pobreza: los males y las miserias del Segundo Imperio se concentran allí y se extienden. Atravesando esas calles estrechas, sin sol, nauseabundas, superpobladas, el joven bien vestido debe soportar los sarcasmos y los insultos de varones y mujeres que, a causa de sus condiciones de vida, han perdido toda dignidad humana. Mide también el foso que separa las clases sociales; toca con su mano el odio profundo que el pueblo miserable alimenta contra la burguesía de la cual forma parte. Este barrio le ofrece, de alguna manera el rostro de una sociedad del siglo XIX en vías de industrialización y de pauperismo. Para remediar estos males el estudiante se empeña en las obras de caridad. Años después, como cura teniente de Saint-Quentin, recordando su experiencia de París, medirá los límites de la misma: la caridad no es suficiente; los marginados ante todo tienen derecho a la justicia.

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Calle Champlain. París, 20º Distrito (1877)

Por otro lado, León Dehon aprovecha su estadía en París para abrirse a la vida de la sociedad y a la política, para iniciarse en las cuestiones estéticas. Frecuenta asiduamente el círculo católico de San Sulpicio, una de las numerosas obras que florecen en la Francia de mitad del siglo XIX y que denotan la vitalidad del catolicismo. El círculo era un lugar de encuentro y de cambio, tanto sobre cuestiones literarias cuanto sobre conflictos de actualidad: el problema del galicanismo, la cuestión del liberalismo católico que la escuela de Lamannais había enunciado ruidosamente y que había suscitado tantas esperanzas y era objeto de debates apasionados y otros problemas que él encontrará más adelante. Por medio de personas que descubre, como Frederic Ozanam, el periodista Louis Veuillot, Félix Dupanlop, el oratoriano Alphonse Gratry o el futuro diputado de Valenciennes, Thellier de Pocheville, León descubre un rostro del catolicismo francés cuya riqueza y diversidad está lejos de sospechar.

En el círculo católico Dehon conoce a un joven estudiante de arqueología, León Palustre, que más tarde se hará famoso por sus publicaciones y presidirá los destinos de la Sociedad francesa de arqueología. Una amistad profunda se anuda entre los dos estudiantes que tienen gustos comunes, a tal punto que acaban de alquilar juntos un departamento en la calle Bonaparte, “un departamento de artista”, preciso León, sonde se amontonarán numerosos recuerdos de sus viajes comunes, porque Palustre harás sentir a León Dehon el gusto por los viajes que no perderá jamás. Juntos descubren París, sus museos, sus monumentos. Por otra parte, Palustre le abre al mundo de las bellas artes, sobre todo a la pintura y a la arquitectura, un mundo totalmente desconocido para Dehon. Los dos jóvenes comparten un ideal cristiano común y cada uno considera una consagración a Dios. En su pequeño departamento comienzan muy temprano su día -a las cinco de la mañana- con media hora de lectura de la Biblia sirviéndose de los comentarios del célebre exegeta benedictino de Saint-Vanne, Dom Agustin Calmet. Dehon conservará un sentido muy agudo de la Escritura que encontraremos luego en sus obras de espiritualidad.

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