Opening Mass of the general chapter

En el Seminario Pontificio Francés de Santa Clara, donde se alojó el P. Dehon, se celebró la misa de apertura del capítulo general. Publicamos la homilía del Superior General.


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En la segunda carta que el seminarista Dehon escribió a sus padres en noviembre de 1865, a menos de un mes de haber llegado a este Seminario de Santa Clara, les decía: 

Les hablé de mi mudanza en mi última carta: ya está terminada. Esta vida tranquila y ordenada, aunque activa, es justo lo que necesitaba. Estoy contento y feliz de prepararme mediante el estudio y la oración para prestar algún servicio a la Iglesia. No crean ustedes que les digo esto para satisfacerles: sale de lo más profundo de mi corazón. Dios me ha llamado aquí para darme la felicidad.

Queridos hermanos y amigos, es emocionante celebrar la Eucaristía de este domingo en el Pontificio Seminario Francés de Santa Clara, que tan amablemente nos ha abierto sus puertas, en el día en que iniciamos el XXV Capítulo general de la Congregación.

En el fragmento de la carta que apenas les he leído, el P. Dehon decía a su familia que el Señor le había llamado a Roma, a este seminario, para “concederle la dicha”, para “hacerlo feliz”. Sin pretenderlo, aquel joven Dehon, todavía lejos de su doctorado en Teología, a través de una carta tan familiar, nos da la clave de la llamada de Dios: «que seamos felices». 

Aquí, en este lugar donde estamos, el seminarista Dehon empezó una nueva etapa de su camino cristiano. Difícilmente pudo haber imaginado entonces cómo Dios iba a interactuar con él a lo largo de los años. 

II.

La Palabra de Dios de este día, en cierta manera nos habla de interacción. Al leerla para preparar esta homilía, me vinieron a la mente dos relatos. Son de épocas y contextos diferentes. El primero de ellos, es el de la Creación, aquel que ocupa las primeras páginas de las Escrituras. ¿Por qué pensar en eso? 

En el conjunto de las lecturas de hoy, abundan palabras empleadas en las primeras páginas de la Biblia, entre otras: el día, la noche, la tierra, los frutos, los árboles, las plantas, las aves y también el hombre. De él se dice: 

  • que trabaja, vela y duerme 
  • que un día le preguntarán “¿qué has hecho?” 
  • que debe entenderse con la naturaleza y sus ritmos
  • que no todo lo sabe
  • que conoce la lejanía de Dios y el destierro
  • que tiene anhelos de Dios y es capaz de confiar en él

Sabemos que la creación supuso el fin del dominio del caos y de las tinieblas. No fue en vano que sobre ambas revolotease la ruah de Dios. En el paisaje que presenta Ezequiel, Dios se alza sobre el árbol y la montaña más altos, e interviene sobre ellos: corta, planta, traslada, humilla, eleva, seca y, finalmente, hace florecer. Dios mismo dice que ciertos árboles necesitaban aprender. Son los árboles “del campo” (Ez 17,24). Presentados así, parecen estar asociados a la serpiente del Génesis, la más astuta de los animales “del campo”. Al igual que le pasaba a ella, todo hace pensar que el árbol grande, y otros más con él, intentaban ocupar el espacio de Dios. Con su copa alta, el árbol apunta y se dirige hacia un más arriba insaciable, como si fuera el “árbol de Babel”, la versión de madera de una imposible torre de ladrillos. Pero la intervención de Dios acabó transformando el paisaje, lo reparó. La arrogancia del árbol engreído quedó desplazada por la ofrenda del árbol nuevo, capaz de dar frutos y ofrecer sus ramas extendidas como casa y refugio para otros.

III.

El segundo relato que acompaña la reflexión de la Palabra es de un texto que nos regaló la Iglesia diez años después de la fundación de nuestro Instituto. Lo conocemos como el Decretum Laudis.

En medio de las zarzas y espinas que crecen por todas partes en nuestro siglo, en la ciudad de San Quintín, diócesis de Soissons, en el año 1878 surgió, como una flor graciosa y fragante, la piadosa Sociedad llamada los Presbíteros del Sagrado Corazón de N.S.J.C. de Soissons, cuya finalidad es que sus miembros (alumni), renunciando a los afectos terrenales, se abandonen por completo al Corazón Divino y se esfuercen por encender en sí mismos y en el prójimo ese fuego que Nuestro Señor vino a traer a la tierra y que no quiere más que se reavive.

Sabemos de la historia que hay detrás de este texto y cuánto significó para el desarrollo posterior de la Congregación. La semilla pequeña que Dios plantó en el corazón de nuestro Fundador florecía: en él, en la vida de otros religiosos, en nuevos lugares y en diferentes obras. La Iglesia mostró su aprecio ante todo ello. Agradecido, el P. Dehon con frecuencia proclamó cómo Dios fue bueno con él y con cuánta ternura lo fue guiando en medio de todo lo vivido y lo acontecido, incluso a pesar de sus propios errores. Nada le hizo perder la esperanza ni la confianza en el Señor. 

Las palabras del apóstol Pablo que hoy hemos escuchado valen también para la vida de nuestro Fundador: “Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía (…), pero estamos llenos de confianza” (2Cor 5,7-8). San Pablo alimentó su fe y su esperanza aprendiendo y compartiendo con las comunidades lo que Jesús hizo y dijo, incluso en parábolas, como las que hoy hemos oído. 

Son parábolas que nos hablan del deseo que Dios tiene de dar vida, pero no de cualquier manera, sino implicando a toda la creación en ello. Al Dios Padre que Jesús nos revela, no le satisfacen ni los exclusivismos ni los protagonismos competitivos. Lo que busca es colaboración, desde el principio de los tiempos. Quiere colaboradores que al igual que la tierra, sepan acoger y esperar, como lo hizo María. Colaboradores que aprenden a acompañar procesos y a respetar tiempos, aun sin entender bien qué está pasando, como le aconteció a Pedro con Jesús, semilla misericordiosa del Padre. Colaboradores capaces de estar atentos y de aceptar ser discípulos, pero sin caer en voluntarismos ni en rigorismos. 

IV.

El árbol alto y la semilla pequeña sufrieron transformaciones para que ellos mismos tuvieran vida nueva y pusieran lo mejor de sí a disposición de la vida de otros. Esta es la dinámica del Reino de los Cielos, la que humaniza y hace fecunda la historia. Otras son más estruendosas, pero estériles. Son las dinámicas “del campo”, por decirlo con expresión de la Palabra de hoy. Abundan en nuestro mundo, disfrazadas de progreso y de felicidad contagiosa, pero alejan de la libertad genuina de los hijos de Dios y de la felicidad que nace en la acogida de las Bienaventuranzas.

¡Qué libre se sentía nuestro amado seminarista en esta casa! Incluso en la sencillez de su propia habitación: 

Mi habitación es modesta, pero muy limpia y saludable. Es alta y ventilada, orientada al poniente. Tengo una cama, una mesa, dos sillas, un armario y un perchero. 

Desde entonces, aquella pequeña semilla, cultivada también en la simplicidad de su habitación, ha crecido. Somos parte de ese fruto que Dios plantó en el corazón de Dehón. Hemos crecido, sin duda a los ojos de los hombres. No sé si tanto como los cedros del Líbano, pero sin duda sí algo más que los árboles que nos rodean en nuestra residencia romana. Pero de eso y muchas otras cosas más tendremos ocasión de compartir en los próximos días.

En todo caso, que la ruah santa de Dios revolotee por encima de los árboles y de nuestra casa en estos días. Que lo haga sobre cada uno de nosotros, ayudándonos a entender, como lo hacía Jesús con sus discípulos, explicándoles su palabra. Tal vez sean nuestras mismas Constituciones donde el Espíritu viene en nuestro auxilio. Allí nos deja una hermosa exégesis dehoniana de lo que, a mi entender, es la síntesis de la Palabra de hoy:

Siguiendo a Cristo, debemos vivir
En una solidaridad efectiva con los hombres
Sensibles a cuanto en el mundo actual
pone obstáculos al amor del Señor,
testificamos que el esfuerzo humano,
para llegar a la plenitud del Reino,
necesita ser constantemente purificado y
transfigurado por la Cruz y la Resurrección de Cristo (Cst 29).

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