Es el domingo que precede a la Navidad y por lo tanto todo él se centra en el acontecimiento histórico de la Encarnación del Señor cuyo memorial celebramos el 25 de diciembre.
Miqueas (5, 1-4) profetiza sobre el futuro Mesías. Tiene como falsilla sobre la que escribe, la historia de David que es sacado del aprisco de ovejas a las que pastorea para ser entronizado como Rey y Pastor de Israel en Jerusalén. El Mesías no nacerá ni en la corte del rey ni en la ciudad de Jerusalén. El Mesías nacerá entre gente humilde y fuera de la ciudad. Vendrá de un pueblecito desconocido llamado Belén, y será hijo de pueblerinos. Miqueas tiene clara la humildad del Mesías, pero no intuye que la entronización del Mesías será en la cruz y su pastoreo será desde el abajamiento. Sí que intuye que la fuerza desde la que reinará el Mesías no será debida a su herencia de sangre ni la fuerza de sus ejércitos, sino que la fuerza le viene del Señor su Dios. Es preciosa la última afirmación con la que se cierra la lectura de hoy: “y éste será nuestra paz”. Es el Mesías en persona el que es la Paz. No trae la paz, sino que él es la Paz. Jesús es la PAZ. Todas las bendiciones de Dios en Él y por Él.
La carta a los Hebreos (10, 5-10) nos sitúa ante el Misterio de la Encarnación condensando en pocas palabras toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte. En un alarde de imaginación (recurso literario) narra el supuesto diálogo entre Padre e Hijo momentos antes de su “entrada en el mundo”. El Hijo conoce al Padre. El Hijo sabe que el plan del Padre nace de su Amor incondicional hacia Él y hacia todo lo creado. El Hijo responde a cabalidad al plan del Padre y lo acepta también porque ama al Padre y a todo lo creado. No duda ni un ápice en decir la palabra clave que implica obediencia y disponibilidad absoluta a la voluntad del Padre: AQUÍ ESTOY. Una palabra que resuena en la Biblia en todos los acontecimientos de vocación y que ahora resuena en la boca del Hijo en el momento de su vocación en la trascendencia de Dios.
San Pablo une magistralmente el acontecimiento del nacimiento con el acontecimiento de la muerte de Jesús. El misterio de la encarnación no se puede romper o fraccionar. Desde la Pascua debe ser contemplado y celebrado el nacimiento. La Navidad está incrustada en la Pascua, porque es el inicio del “paso de Dios”. No se puede separar esta fiesta de la Pascua porque de ella recibe la luz y su cumplimiento.
San Pablo juega con el sentido del cuerpo preparado desde la eternidad, para ser ofrecido y entregado en la cruz, y después celebrado en la eucaristía como cuerpo entregado en el pan y sangre derramada en el vino. El “aquí estoy” de Jesús dura toda su vida y se prueba fundamentalmente en su entrega por amor desinteresado hacia todos nosotros. Este “aquí estoy” (ecce venio) es para el cristiano en general y para nosotros dehonianos en particular un sello de identidad. Refleja la actitud fundamental del creyente. Es ponerse en las manos de Dios y dejarse llevar por Él. Responderle así al Señor, haciéndolo de corazón, es hacer el camino que lleva a la salvación y es la mejor forma de preparar la venida del Señor.
La historia del Evangelio de hoy (Lucas 1, 39-45) arranca desde otro SI (he aquí la esclava del Señor) otro “aquí estoy” pronunciado por María, la Madre de Jesús, en el momento de la concepción. San Lucas nos cuenta lo que sucede después del SI de María. Esta muchacha de Nazaret, no se queda ensimismada en la gran noticia que le trae el Arcángel Gabriel ni se encierra en su casa a esperar lo que pase, sino que el SI, la lleva a salir de casa e ir a visitar a su prima Isabel. En la narración tenemos cuatro protagonistas: dos en la sombra (los hijos de las respectivas mujeres) y dos en plena acción como portadoras de vida desde la bendición de Dios. Estas protagonistas se llaman Isabel y María. Las dos son protagonistas, pero la narración y el cuadro van centrándose sobre María para ponérnosla como la gran figura del Adviento.
María, la creyente
¡Dichosa tú, porque has creído! Te has fiado de Dios, para quien no hay nada imposible. Isabel sabía de incredulidades o desconfianzas. En su casa las había vivido en primera persona. En María descubre la mujer creyente y fiel. María es la “gran creyente”; la que como Abraham cree contra toda esperanza; la que más que Abraham cree más allá de todo concurso humano pare el cumplimiento de la promesa. María sería fértil desde su virginidad, sin conocer varón. Si a Abraham le llamamos el gran Patriarca de la fe (Padre de los creyentes) a María la apodemos llamar la gran Matriarca de la fe (Madre de los creyentes). Ella es maestra segura. Aprendamos de ella a decir SI.
María, servidora
María se pone en camino para acudir en ayuda de Isabel. Ponerse en camino siendo mujer y en cinta no debía ser muy aconsejable por aquellos caminos de Galilea. María no piensa en ella sino en el otro, en el necesitado. María se ha proclamado la esclava del Señor, pero esto la lleva también a ser servidora de los demás. No se engrandece, sino que se humilla y vive como una más entre su gente.
María, misionera y portadora de gracia
María no se queda con la buena noticia; la lleva a los caminos y la comunica a la gente con la que se encuentra. María que lleva la “Gracia” en su vientre, se la comunica de inmediato a Isabel que siente la invasión del Espíritu porque moviliza al niño de sus entrañas. Juan será el gran agraciado desde su nacimiento e Isabel será capaz de profetizar movida por el Espíritu y bendecir a María.
María, agradecida.
María sabe perfectamente de dónde viene su Hijo; de dónde viene la Gracia. No duda ni un momento en señalar a Dios como la fuente y el origen de todo bien. Solo Dios es grande y de Él recibimos todo don. Su Hijo es el gran DON de Dios a la humanidad. Maria es agradecida.
Digamos al Padre, a una voz: Te alabamos por el misterio de la Virgen Madre. Porque, si del antiguo adversario nos vino la ruina, en el seno virginal de la hija de Sion ha germinado aquel que nos nutre con el pan de los ángeles y ha brotado para todo el género humano la salvación y la paz. (Prefacio de adviento).