El pueblo de Israel, está vestido de luto y aflicción. El profeta Baruc invita a Jerusalén a vestirse de gala y ponerse la diadema de esposa y reina porque Dios la va a mostrar para atraer hacia ella a todos los exiliados para que acampen en ella como la ciudad de la paz y de la justicia. Es Dios mismo el que se abajará para preparar una auténtica autopista para traer hacia Jerusalén al Israel disperso. Ciertamente Baruc habla en futuro y abre a la esperanza a su pueblo. Este pueblo, una vez regresado a Jerusalén cantará: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.
En el evangelio de Lucas, será Juan el Bautista el encargado de preparar el camino del Señor. San Lucas, presenta a Juan con toda solemnidad. Lo sitúa encarnado en una historia concreta y sobre él desciende el Espíritu para constituirle en mensajero y precursor del que va a ser el Salvador. Juan Bautista viene a predicar un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Juan va entendiendo que no bastan los caminos externos, ni el ser hijos de Abraham o el vivir en Jerusalén para sentirse miembro perenne del pueblo de Israel. Es necesario abrirse a la interioridad y mirar el corazón de cada persona. La justicia y la santidad de Dios llegan al corazón del hombre, y llegan purificando y convirtiendo. El corazón, mi corazón, debe entrar en las coordenadas del Reino de Dios; debe convertirse, desvestirse de toda iniquidad, pedir perdón y volver el rostro hacia Dios para que él nos invada y sane.
En la carta a los Filipenses, encontramos a un apóstol Pablo exultante de alegría. Alegre porque la comunidad de Filipos (su primera comunidad evangelizada en Europa) ha entendido bien el mensaje cristiano. Son una comunidad de AMOR de tal categoría que casi ese es su nombre. Un amor que se expande y se convierte en evangelizador o en testimonio para que otros crean en el Amor de Dios. Les invita a crecer en ese “amor” para que lleguen al Día de Cristo limpios e irreprochables cargados de frutos de Justicia. San Pablo no se queda en el “hoy”. Apunta y señala el futuro donde está anclado el Día del Señor. Ese día encierra el contenido de nuestra esperanza. El Señor viene para instaurar en plenitud su Reino de paz y justicia.
En el salmo y con el salmo hemos dicho que “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Me pregunto si esta afirmación es real en nuestra vida o si es solo nomenclatura y mimetismo. Tenemos más razones para estar alegres que los predicados por Baruc, Lucas y Pablo. Hemos visto y experimentado tantas veces la cercanía de Dios y su presencia en nuestras vidas. Hemos palpado el amor del Padre manifestado en Jesucristo. Y sin embargo, seguimos con nuestras dudas y sobre todo con nuestra ineficacia evangelizadora. No se nos descubre como creyentes alegres y esperanzados. Seria este el mejor marchamo de calidad cristiana para evangelizar en este mundo nuestro un tanto desnortado.
“Una voz, grita en el desierto, preparad el camino del Señor”
Estamos en el desierto de la vida y podemos también padecer la sequedad de nuestro tiempo que se empeña en mantenerse al margen e incluso rechazar la oferta del agua viva que es Cristo.
En este sequedal, también deberíamos mirar con optimismo lo mucho bueno que encontramos en medio de nuestras comunidades eclesiales. Las “voces” que se levantan para mantener motivos de esperanza y mirar al futuro abierto para el encuentro con el Señor. Hay mucha gente que se desvive por el evangelio y la evangelización: padres, familias, sacerdotes, catequistas, misioneros, religiosos, jóvenes, ancianos que parten, reparten y comparten sus vidas para que el anuncio del Reino llegue y se grite en medio de nuestra sociedad. No se puede negar esta realidad y hemos de saber agradecerla y rezar por ella para que crezca en el Amor.
Finalmente hemos de escuchar la voz del profeta dirigida a cada uno de nosotros. “Preparad el camino del Señor”. Con el profeta Juan reconocer que este camino está trabajado y preparado previamente por Dios. Él es el que allana, derriba y construye puentes. Él es el hacedor de la gran autopista que nos lleva hacia su Casa o hacia la patria del Cielo. La gran autopista, el gran puente, el gran mediador es Cristo y un Cristo crucificado. Él es el paso que nos lleva hacia el cielo. Pues bien, este Cristo ya glorificado o en la casa del Padre, vendrá un día para llevarnos a la plenitud de los tiempos y a la plenitud de nuestra esperanza y alegría. Nos toca poner de nuestra parte el granito de arena para que esto acontezca en nosotros. La gran riada de la Gracia ya nos inunda. Hemos de dejarnos permear por ella. Tenemos que dejarnos vencer por el amor de Dios, saber acogerle, fiarnos de él y dejarle que haga de nuestra vida su mejor proyecto sobre nosotros. Él ha hecho en nosotros una “obra buena”. Diríamos la mejor obra. Pues dejemos que Él la lleve a término.