En este último domingo de Adviento, la liturgia nos presenta la figura de María como ejemplo-modelo de preparación para la Navidad del Señor. Entre las diversas personas que han estado en sintonía, a lo largo de la historia, en la espera del Mesías, Ella es la única que ha tenido la experiencia plena y perfecta de la Navidad. Porque no solo vio el cumplimiento de la promesa de Dios cuando envió a su Hijo al mundo, sino que en él y con su colaboración se cumplió esa promesa: “He aquí que concebirás y darás a luz un hijo”. Podemos decir que si para nosotros la Navidad es una realidad que nos abraza desde fuera, en María se produjo el proceso inverso, es decir, fue tomada por dentro por el misterio de la Encarnación. Porque “el Hijo de Dios no baja del cielo en un cuerpo adulto, modelado directamente por la mano de Dios (Gn. 2,7), sino que entra al mundo como ‘nacido de mujer’ (Gal 4,4), salvando al mundo desde dentro” (Cristo, Festa da Igreja, p. 185).
Más que explicar cómo se produjo el misterio de la Encarnación, el evangelio de hoy nos invita a contemplar esta verdad que sobrepasa nuestro entendimiento, pero que no está fuera de nuestro alcance, porque es la historia de la redención de la humanidad para cuya realización Dios quiso contar con la colaboración del ser humano.
La profunda intuición de san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, se aplica perfectamente a María. De hecho, en ella encontramos el sí de la humanidad llamada por Dios a colaborar en la realización de su plan de salvación. Contar con la colaboración del otro no indica impotencia ni dependencia, sino que revela la grandeza de la fuerza de la humildad. Por tanto, el designio de Dios de contar con la colaboración humana no disminuye su poder, de ninguna manera, porque todo se cumple porque Él toma la iniciativa: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Sin embargo, este poder se manifiesta con toda la fuerza en su humildad. Aun siendo el Todopoderoso, quiso “necesitar” a su criatura más querida, el ser humano creado a su imagen y semejanza, no solo para revelarle que es el Creador que todo lo puede, sino que lo creó para manifestar que es el Dios misericordioso que quiere tener a sus hijos cerca de él para amarlos permanentemente.
Si hasta entonces la experiencia del pueblo de Israel ante Dios fue de temor y temblor, dada su omnipotencia y majestad, la Encarnación inaugura el nuevo tiempo en la relación con Dios, ya no con temor, sino con amorosa cercanía: “No temas María, porque has hallado gracia delante Dios”.
Con María, la humanidad está llamada a tener una experiencia inédita, es decir, a aproximarse a Dios sin miedo, porque Él tomó la iniciativa de acercarse a nosotros: “El Señor está contigo“. En María, Dios no solo se mostró al lado de su pueblo, como muchas veces se reveló al pueblo de Israel, sino que se hizo uno dentro de su pueblo. Toda la historia del Antiguo Testamento es un anuncio de que Dios, a pesar de que el ser humano había optado por abandonar su amistad, Él, su Creador y Señor, nunca se rindió: “He estado contigo en todas partes… El Señor te anuncia que te hará una casa” (1ª lectura). No es por nada que en la profecía aplicada al Mesías, Dios quiso que su ungido fuese llamado Emanuel (cf. Is 7,14),
Dios-con-nosotros, a fin de que su pueblo fuera conducido del temor de estar delante de Dios por causa de su pecado al amor de estar con Dios por causa de su perdón.
El ángel, al encomendar a María la misión de poner el nombre del Hijo del Altísimo: “A quien llamarás Jesús”, revela que María proclamará la nueva y definitiva profecía: “Dios salvará a su pueblo de sus pecados” (Jesús: del hebreo, Dios salva). Si todo el Antiguo Testamento, comenzando con Adán y Eva, con todas sus consecuencias, fue un esfuerzo por llevar al pueblo de vuelta a Dios, el Nuevo Testamento se inaugura con el sí de María, y la historia de la salvación alcanza su culminación, es decir, Dios se hace uno de nosotros, asume nuestra condición, nuestra carne, y establece su morada entre nosotros.
Parece demasiado grandioso contar con la colaboración de la pobre e impotente humanidad: “¿Cómo será esto?”. Una vez más, se revela la fidelidad de Dios para quien nada es imposible. Es necesario reconocer los signos de su acción: “Isabel, tu pariente, concibió un hijo… Porque para Dios nada es imposible”.
La dificultad de reconocer que Dios nos “necesita” es un signo de falta de humildad de nuestra parte, ya que solo necesita y reconoce que precisa aquel que es humilde. Si yo reconozco que necesito algo o a alguien, esto abre la posibilidad de reconocer que el otro también puede necesitar de mí.
En la respuesta de María: “Aquí está la esclava del Señor” no sólo expresa su humildad y su disponibilidad de colaborar con el plan de salvación que le fue pedido y revelado, sino que es el gran anuncio de quién es su Señor. Si pidió colaboración, sólo hay una razón para ello: él es el Todopoderoso, humilde y servidor, a quién sólo pueden servir quienes tienen la fuerza de la humildad.
María nos ayuda a vivir la Navidad verdaderamente, acogiendo con humildad de siervo a Aquel que quiso hacerse el Siervo de todos, pues ella es la sierva del Siervo por excelencia.