06 junio 2021
06 jun. 2021

La oración de intercesión en Moisés

Toda nuestra vida puede ser iluminada por el camino de la oración de Moisés, que aprende a rezar y la ejercita. También se aplica a nosotros, en un paso progresivo de maduración.

de  Fr. Luca Garbinetto
Testimoni

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Moisés se presenta como el modelo del intercesor. Lo sentimos ya muy cerca de nosotros, como pastores de la Iglesia. Pero su oración es un viaje, un itinerario. Me ha parecido muy significativo para este periodo que estamos viviendo, aunque no podemos o tal vez no debemos abordar las distintas fases de la vida de Moisés de forma excesivamente analógica a las etapas de esta pandemia. Más bien, toda nuestra vida puede ser iluminada por el camino de la oración de Moisés, cuando aprende a orar y la ejercita. También se aplica a nosotros, en un paso progresivo de maduración.

La zarza ardiente (Ex 3:1-6)

Imagen por excelencia de la vida contemplativa, en realidad nace del fracaso. Moisés se encuentra en el desierto porque huye, habiendo querido imponerse por la fuerza y la arrogancia. Moisés en Egipto, aunque sea para bien, dice: “este soy yo”… pero lo hace con violencia e intolerancia. Hasta que encuentra un poder más fuerte que él, y todo se derrumba. Vagando por el desierto, reconstruye su vida, pero en realidad la gran pregunta permanece en su interior: “¿Quién soy realmente?

Quizá experimentamos algo parecido en la sorpresa del primer cierre, en el cierre repentino y radical que nos desplazó. Obligados a abandonar las acciones habituales y los servicios tradicionales, que nos daban una identidad -a veces no demasiado reflejada, a veces incluso violentamente afirmada: “este soy yo, este somos nosotros…”- nos encontramos ante la cruel pero necesaria pregunta: “¿quién soy yo realmente?

Lo que salva a Moisés es que no se acobarda en su interior para buscar la respuesta. Pero va más allá, es decir, se adentra en ese desierto de una manera aún más radical. Huye de su pasado violento, pero no del trajín de la pregunta, de la aridez de la duda: deja aflorar su sed. Moisés va más allá, guiando a sus propias ovejas, al menos hasta donde ellas le siguen, y explorando terrenos nuevos y desconocidos, fuera de los límites habituales, incluso arriesgados. Es el deseo de más, es la búsqueda de Dios escondida en la ansiedad y la angustia de una vida que no está contenta.

Ahí nace la oración, que es el movimiento de Dios hacia él. Dios lo llama. Pero Moisés responde porque la roca de su corazón ya está sedienta, lista para ser desgarrada. La primera piedra que se rompe no es la de Massa y Meribá (Ex 17, 1-7), sino la de su corazón, de la que brotará lentamente el agua de la vida.

Nuestro primer encierro pudo tener las connotaciones de un desierto, y nos quedamos con el miedo pero también con la impotencia. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos ante la esterilidad de una costumbre frustrada, de una práctica habitual desquiciada? ¿Hemos reafirmado nuestro yo repitiendo, incluso con medios tecnológicos, prácticas habituales que nos daban seguridad? ¿Hemos preferido acobardarnos en nuestros miedos y frustraciones, sostenidos por la “buena excusa” de tener que defender nuestra salud? ¿O nos hemos arriesgado a un encuentro con un Más Allá, abriéndonos a la pregunta que subyace a un auténtico diálogo con Dios: “quién soy yo”, y por tanto “quién eres tú”?

Sinaí (Ex 19:1-8)

Dios revela a Moisés su propio nombre (Ex 3,13-15), y así revela a su siervo (cf. Dt 34,5) y amigo (cf. Ex 33,11) su identidad. En la oración, Moisés aprende poco a poco a comprender quién es, porque sólo somos nosotros mismos en relación con Dios, y situándonos ante él en el lugar adecuado. Moisés es el “hombre de confianza de Dios” (Nm 12,7) por excelencia, y la confianza con la que entra en una relación de diálogo con Yahvé es incluso escandalosa. Las objeciones a la llamada, la espontaneidad del diálogo, incluso el nervio de la intercesión, o incluso del “vertido de barriles” (“es TU pueblo, el que se queja constantemente” – cf. Ex 32, 11-14): aquí vemos una relación capaz de poner de manifiesto la personalidad del orante en todas sus facetas. La oración hace la verdad de sí misma, así como de Dios.

Porque con Dios se puede hablar de todo, y se puede evitar gastar energías inútiles escondiéndose detrás de las máscaras de la autocomplacencia. A veces sucede que la gente pregunta qué hacer con las distracciones en la oración… y yo también me lo pregunto. En una época de pandemia, es difícil rezar sobre la Palabra sin que te disparen constantemente las preocupaciones y los miedos. Que ciertamente afectan a otros, pero que tienen raíces en mí mismo. Tengo que ser sincero: la muerte me asusta, porque es mi propia muerte la que está en juego. A Moisés le aterra exponerse porque teme lo malo, teme por su vida, teme el fracaso… Así soy yo, así podemos ser nosotros. Pero a Dios le interesa todo esto, y no rehúye el diálogo. Por el contrario, se pone en juego con todo su ser.

El Sinaí, la alta montaña, es el escenario por excelencia del diálogo entre ambos: Dios permite al hombre creyente entrar en sí mismo, permitiéndole cruzar umbrales inéditos, hasta desvelar su propia gloria (cf. Ex 33,18-23; 34,5-9). Hay una increíble paradoja en el diálogo orante de Moisés con Yahvé: uno tiene la sensación de que para muchos rasgos es más bien el propio Dios quien reza e invoca a Moisés para que le eche una mano. No sólo: es Dios quien da a Moisés lo mejor de sí mismo, desde su pueblo (del que es tan celoso) hasta las Leyes que Él mismo ha escrito e impreso en el corazón del hombre. Dios revela sus propios secretos a Moisés, incluso se confía a sí mismo (el Nombre). Justo cuando Moisés se muestra tan indeciso (tartamudo) y frágil. La fuerza de Moisés no proviene de sus propios talentos, sino de esta relación de confianza mutua (¡!) que Dios establece progresivamente con él.

Quién sabe, en la incertidumbre de la cuarentena, y sobre todo de la fase 2, en la que no entendimos (y no entendemos) bien lo que podemos hacer y lo que no, lo que somos capaces de hacer y lo que no, dónde aprendimos a descansar nuestra seguridad y nuestra confianza. ¿Hemos buscado garantías y seguridades, o nos hemos adiestrado en el diálogo paciente y profundo con Dios, que se inmiscuye en nuestros asuntos y quiere darnos las huellas de su presencia en cada momento? Quién sabe si hemos aprendido a reconocer la gloria de Dios incluso en la temporalidad de la existencia…

Amalec (Ex 17:8-13)

He insistido mucho en la relación personal de Moisés con Dios, porque no puede haber oración de intercesión si no existe esta actitud radical de confianza vital en Aquel a quien se acude. En la guerra contra Amalec, Moisés despliega todos los recursos humanos disponibles (“Escoge para nosotros algunos hombres…” -v. 9- le dice a Josué, el jefe de la lucha), pero luego se pone en juego con la oración. Nada mágico, nada supersticioso, sino una certeza inamovible de que Dios tiene algo que ver con nuestros asuntos. La vida es una batalla, pero tenemos un buen aliado: es lo que parece decir Moisés con sus manos levantadas en la cima de la colina, “sosteniendo la vara de Dios” (v. 9).

En la etapa en la que nos encontramos, parece que la oración por los demás es cada vez más importante. Precisamente ahora que ha pasado la poesía del heroísmo (pensemos en las enfermeras y los médicos aclamados en los meses del encierro y que ahora siguen en primera línea sin el apoyo de la retaguardia) y que son más evidentes las contradicciones de la vida, que no parece asegurar que “saldremos de esta mejor”, cuidar de los demás con la oración parece más urgente que nunca. Una oración libre, que no se mide por resultados verificables.

La oración de intercesión de Moisés es un alto y un bajo de éxito y de fatiga, de garra y de cansancio. Las manos se mantienen en alto, luego caen, al igual que los corazones, a veces animados y cargados, otras veces abatidos y tristes, quizá por noticias que nos tocan de cerca (porque seguimos siendo hombres, aunque seamos pastores… es más, esperamos más hombres, ¡porque pastores!). La oración de intercesión no es la varita mágica de Harry Potter, sino un poderoso imán que nos ayuda a desplazar nuestra mirada hacia “las cosas de arriba”, para darnos cuenta -y ayudarnos a hacerlo- de que lo que más cuenta está más allá. Es decir, más profundo.

Las manos levantadas de Moisés son un anuncio de los brazos abiertos de Jesús en la cruz. Esto significa que nuestra oración por los demás es un icono de la ofrenda de nuestra vida, es el apoyo a nuestra entrega diaria en las pequeñas cosas de nuestra misión, es un desplazamiento constante del centro de gravedad desde las angustias de nuestro “yo” a la constatación de los que están peor que nosotros y no tienen a nadie que se fije en ellos.

No es una tarea fácil. Por lo tanto, es más comunitario que nunca. Aarón y Cur ayudan a Moisés a rezar. Esto es lo que estamos haciendo también en estas reuniones. Quién sabe si no habrá, dentro de la difícil situación que estamos viviendo, una renovada y poderosa llamada a redescubrir y renovar la dimensión comunitaria de nuestro ministerio. Gratitud y unidad: parecen ser los rasgos más significativos de la oración de intercesión, que al volver la mirada a los hermanos (a los que recordamos y a los que nos recuerdan) nos permite no olvidar que Dios es siempre “nuestro” Padre, y nunca sólo “mi” Padre

Testimoni è una rivista mensile, del Centro Editoriale Dehoniano, con sede in Italia, a Bologna. La sua tiratura attuale è di circa 4.000 copie. Essa è anche online.

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