En medio de una pandemia, más o menos todos, tarde o temprano, nos hemos preguntado "¿cómo es posible?", y como creyentes hemos dirigido una invocación o una súplica a Dios: "¿pero por qué, Señor? ¿Me falta fe si trato de entender?". O nos hemos decepcionado, cuando Dios -al menos eso parece- no ha respondido, "pero entonces, ¿existe realmente?"
Una canción de los indios navajos (de los nativos americanos) dice: “¡El hombre es una pregunta en el camino!”.
Esta descripción del ser humano suena sugerente y significativa, en una época en la que nos gustaría tanto tener respuestas y certezas, y las pedimos con insistencia incluso al Señor (al menos los que creen, pero a veces también los que no creen…). En medio de la pandemia más o menos todos, antes o después, nos hemos preguntado “¿cómo es posible?”, y como creyentes hemos dirigido a Dios una invocación o una súplica: “¿pero por qué Señor? ¿Cuándo pasará esto?”. A veces nos hemos sentido culpables, por haber dirigido a Dios un grito considerado tal vez irrespetuoso: “¿es que me falta fe -nos hemos dicho- si trato de entender?”. O nos decepcionamos, porque por enésima vez, incluso en este contexto tan serio, Dios -al menos eso parece- no respondió: “pero entonces, ¿existe realmente?” Y a la pregunta se añade otra pregunta….
En realidad, la crisis que estamos atravesando sólo ha puesto de manifiesto algo que ya estaba ahí antes. A los seres humanos no nos gusta mucho que las cosas se nos vayan de las manos, que no estén bajo nuestro control. Especialmente nosotros, los seres humanos de los países ricos, ebrios de poder (es decir, de oportunidades) y muy expertos en tecnología.
Lo interesante es que Jesús, por su parte, no nos pide que lo tengamos todo claro, ni mucho menos que encontremos la solución a todo. Su invitación suena bastante paradójica: “Si pedís algo en mi nombre, lo haré. […] Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará”. (Jn 14,13; 16,23) Y si queremos reiterar que “no es verdad, que he pedido y no me ha respondido”, he aquí la sorprendente afirmación del Señor: “Hasta ahora no habéis pedido [todavía] nada en mi nombre”, así que “pedid y obtendréis, para que vuestra alegría sea plena” (Jn 16,24). Parece, por tanto, que puede existir la ilusión de haber pedido, o la confusión de una petición que quizás exigía un determinado tipo de respuesta, pero no se daba cuenta de que recibía otra. De hecho, la petición es, por definición, un riesgo: podría quedarse sin respuesta, o podría obtener una respuesta diferente a la esperada. Quizá por eso a veces preferimos -quizá sin darnos cuenta- evitar pedirlo. Incluso a Dios.
En definitiva, el Evangelio también parece confirmar la intuición de los hermanos Navajos: para ser feliz, hay que preguntar, ¡más que tener respuestas!
Hay petición y petición
Los que piden se permiten, en primer lugar, el lujo de ser frágiles, de reconocer que están necesitados. El Catecismo de la Iglesia Católica, en un pasaje casi contemplativo, nos confirma que “con la oración de petición expresamos la conciencia de nuestra relación con Dios”, de modo que “la petición es ya un retorno a él” (CCC 2629). El movimiento intrínseco a la pregunta, aunque inicialmente sólo fuera un movimiento de desahogo generado por el miedo y la ira, sigue siendo una primera vuelta al Señor. Por lo tanto, implica desde el principio la elección consciente de entrar en una relación con Él.
Pero también es cierto que hay peticiones que son ineficaces, en el sentido no tanto de que no reciban respuesta, sino de que no consiguen el objetivo de la relación. Son peticiones que presuponen una actitud contraria a la de la confianza necesaria para establecer una relación con el otro, y también con Dios. Ya somos conscientes en nuestra experiencia de que algunas formas de plantear y hacer peticiones bloquean el camino del crecimiento e impiden la adhesión a la realidad, en lugar de favorecer la maduración personal.
Lo mismo ocurre a nivel personal. Las peticiones que apuntan mal al objetivo son, por ejemplo:
-La petición del escéptico, es decir, del que pide no para escuchar la respuesta sino para demostrar indirectamente el desinterés por buscarla. El escéptico pide sin ganas de entender ni de relacionarse, y alimenta la “duda crónica” de quienes se enmascaran tras la insuficiencia de datos y recursos para confirmar su falta de responsabilidad. El escéptico es cínico, indiferente al otro, y utiliza la petición como una sutil arma de autodefensa. Los saduceos, por ejemplo, eran gente muy escéptica, aparentemente religiosa, pero en realidad materialista.
-La petición que pone a prueba al otro, utilizada a menudo por los escribas y fariseos contra Jesús. El propósito es atrapar al interlocutor en el acto, por lo que se urde una estratagema para tender una trampa a través de lecturas inadecuadas de la realidad.
-La petición egocéntrica es la que tiene como objetivo obtener para sí mismo según los propios intereses y ganancias personales, tanto en el plano material como en el de la autoestima. Se busca la riqueza, la aprobación, o se quiere facilitar el esfuerzo de la búsqueda “robando” a los demás las respuestas y propuestas de las que uno se apodera indebidamente.
Cuidado, pues, con llenar incluso nuestra oración con estas actitudes esencialmente orgullosas, incapaces de reconocer nuestra pobreza constitutiva.
En el terreno de la confianza
Por tanto, la propia petición, cuando es auténtica, se mueve en el terreno de la confianza. Que es un terreno fértil, o, mejor dicho, fértil. De hecho, el movimiento de la petición es sustancialmente la apertura a la relación, el reconocimiento de nuestra imperfección constitutiva, la voluntad de llegar a ser lo que somos: seres dialógicos.
Hay en nosotros una experiencia natural de tensión, entre el deseo de plenitud y eternidad, por un lado, y la experiencia inevitable y a menudo dolorosa de ser limitados, incapaces de alcanzar lo que buscamos por nosotros mismos. La naturaleza más verdadera de la criatura humana reside en esta carencia irreductible, que se traduce en nostalgia, búsqueda y pasión. Los demás seres animados no hacen peticiones, a lo sumo hacen solicitudes (con su comportamiento, sin el don del habla). Nosotros, en cambio, somos verdaderamente nosotros mismos en la medida en que acogemos la presencia necesaria de otro, hasta el punto de reconocer que también debe haber un Otro que va más allá de las cuestiones meramente terrenales.
Por eso, cuando Jesús nos invita a pedir, nos insta a ser nosotros mismos, sin miedo. Porque dentro de cada petición auténtica, hay otra implícita, que de alguna manera la precede y la hace posible. Y es la petición precisamente sobre nuestra identidad y la del otro. Para pedir, de hecho, me dirijo a alguien, y este alguien se me revela en la dinámica de la respuesta. Es como si al pedir tanteáramos el terreno de la relación, para comprobar si es fiable, y más o menos conscientemente miramos, buscamos el rostro de aquel a quien interrogamos, y le hacemos una pregunta fundamental: “pero ¿quién eres tú?”.
¿Qué quiere decir: “eres digno de confianza? ¿Puedo confiar, puedo creer en ti? ¿No me harás daño si me abro con mi dolorosa e inexplorada vulnerabilidad?”. Pedir es, de hecho, descubrirse, revelarse, bajar las defensas, permitir que el otro acceda a su intimidad, que es fundamentalmente desnudez. Pedirlo es quitar algunas capas de las hojas de higuera que cubrían a nuestros antepasados, temerosos y bloqueados por la idea de que el otro, y Dios en particular, podía ser una amenaza y un peligro para ellos.
Por eso es fundamental, en la invitación de Jesús, volver la mirada a quien escucha el grito de nuestra petición: es un Padre amoroso y cuidadoso, un guardián que no abandona a sus hijos, un Dios que da el Espíritu incluso antes de que se lo pidamos, para hacernos experimentar la belleza de ser protegidos y sostenidos por un amor totalmente gratuito. Descubrir la verdad de Dios como Padre de misericordia, tal como nos la revela Jesús, es ya recibir la respuesta que más importa a la petición existencial inherente a toda otra petición.
No, no tenemos nada que temer, aunque seguimos con los interrogantes abiertos….
Es curioso, en efecto, gráficamente hablando, que el signo ortográfico que indica la petición sea un movimiento curvo de apertura, a diferencia del punto final o del signo de exclamación, que parecen poner un escollo o un muro infranqueable al camino. El signo de interrogación deja abierta una búsqueda. En español, se acostumbra a poner el punto invertido al principio de la frase en cuestión, en este caso la pregunta. De este modo, son como dos anzuelos complementarios, lo que simbólicamente podría sugerir un enganche mutuo.
¿No será demasiado imaginar, entonces, que Dios responde también a nuestra petición con una mano que se abre y nos tiende, no para dar una respuesta perentoria y definitiva, sino para sostener la nuestra y emprender juntos nuestra búsqueda?
Dios Padre no es el Señor de las soluciones, sino de la alegría: ésta es la verdadera respuesta a nuestras peticiones, que sólo dejarán de existir cuando estemos totalmente en su presencia, desbordados por su alegría: “Así también vosotros, ahora, estáis en el dolor; pero volveré a veros y vuestro corazón se alegrará y nadie podrá quitaros la alegría. Ese día ya no me pedirás nada”. (Jn 16:22-23a).
Quizás Dios mismo, más que una respuesta perentoria y definitiva, es en sí mismo una petición de relación. Por eso, quién sabe, el Espíritu sabe gemir en nosotros y venir “en ayuda de nuestra debilidad, porque ni siquiera sabemos lo que conviene pedir” (8,26). Él lo sabe; y pide, en nuestro lugar, por nosotros.
Los riachuelos de la petición
La pregunta esencial sobre nuestra identidad, que se convierte en vocación cuando se plantea a Aquel que está en relación con nosotros, está también ligada a todas las peticiones sanas y saludables que tejen nuestra jornada con vivacidad. Y como las cerezas, una lleva a otra. La vida cotidiana, de hecho, es un icono de nuestra naturaleza íntima como criaturas abiertas al infinito.
Por eso hacemos y dirigimos a los demás varios tipos de peticiones.
-Pides para conseguir, cuando necesitas algo, cuando no eres capaz de conseguir lo que necesitas para tu crecimiento. Esto no tiene nada de malo: el hombre también vive del pan. Lo esencial es recordar que ni siquiera el sudor de la frente es suficiente para ganarlo, ya que todo es un regalo: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt 6,11).
-Pedimos para conocer, para comprender, para saber, y así entramos en una dimensión más racional, pero sobre todo espiritual, de nuestro ser. La persona, al fin y al cabo, busca el sentido y el significado de la existencia. La petición sabia, de la que está impregnado el Antiguo Testamento y que Jesús revela en el escándalo de la Cruz, brota de un corazón capaz de asombrarse, curioso porque todavía es niño, acostumbrado al asombro, nunca presuntuoso. La ciencia es una expresión fascinante de esto, pero dentro de las cosas hay un misterio insondable ante el que incluso la ciencia dobla sus rodillas en adoración.
Se pide para compartir, porque se está dispuesto a compartir. Apelamos a la voluntad del otro de hacer lo mismo, y nos acercamos a él desde nuestra propia debilidad. Se manifiesta confianza, se ofrece la oportunidad: es conmovedor reconocer cómo el compartir lo más profundo de nosotros nunca tiene el carácter agresivo de un imperativo, sino que sigue los delicados caminos de la propuesta y la oferta. Al final, al darnos, pedimos ser acogidos. Totalmente.
En este camino de petición, Jesús es un compañero experto y valiente. En el Evangelio, el Señor, Hijo de Dios e hijo del hombre, interroga más que da soluciones, cuestiona más que responde, en una auténtica condición de disponibilidad e investigación. No es propio de Dios, y por tanto tampoco del hombre, poseer (cosas, conocimientos, resoluciones) para dominar. Más bien, es la entrega del espacio lo que amplía los horizontes de la posibilidad. Ciertamente se suben algunos peldaños cuando hay respuestas que confirman, consuelan, tranquilizan: el discernimiento de la verdad tiene siempre como criterio básico la experiencia de la verdadera alegría. Abarca toda la esfera de la existencia humana. En otras palabras, si podemos confiar en alguna respuesta, es la que será capaz de abarcar todos los detalles de la experiencia, sin rechazar o enmascarar algunos de ellos con convenientes negaciones y rígidas distorsiones. La luz de la Cruz resuena con fuerza sobre todas las peticiones para guiar el camino de la búsqueda: porque en el fondo de cada petición está la experiencia íntima -que asusta y apena- de tener que poner un día fin a la búsqueda, porque se muere.
Por eso, si hasta ahora no hemos pedido realmente nada al Padre en nombre de Jesús (cf. Jn 16,24a), es probablemente porque todavía no hemos tenido el valor y la confianza de preguntarle por qué tenemos que morir. La respuesta no es obvia. Pero la promesa -muy personal e íntima- es que el Padre mismo responderá abrazándonos, como hijos amados, incluso en la Cruz.
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Testimoni 4 (2021) 30-33
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