En la noche santa de Navidad escuchábamos: “Se cumplieron los días del parto, y María dio a luz a su hijo primogénito”; luego, el Ángel del Señor anunció a los pastores quién era este recién nacido: “Os ha nacido un Salvador, que es Cristo, el Señor”. Si aceptamos la verdad del evangelio y creemos en él, no hay duda de quiénes son la madre y el hijo de Dios. Si no dudamos en reconocer que este niño es Cristo el Señor, el Salvador, el Dios hecho hombre, no habrá razón alguna para no reconocer que si el niño es Dios, su madre solo puede ser la Madre de Dios. Incluso antes de ser una afirmación dogmática (Concilio de Éfeso, 431), la Divina Maternidad de María es un requisito natural y coherente para quienes dicen creer que su hijo es Dios salvador. Afirmar que María es la Madre de Dios es reconocer que el Verbo Eterno se encarnó verdaderamente, uniendo su divinidad a nuestra humanidad, en una sola persona.
María no es la madre de un Cristo esquizofrénico, dividido en una doble personalidad, siendo únicamente madre de una parte (la humana). El Cristo real quiso ser llamado hijo de mujer: “Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer…” El hijo de María es el mismo Hijo de Dios. Reconocerla como su madre no limita su maternidad, sino que reafirma su sublime y singular misión: Madre del Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre. La Divina Maternidad de María no la convierte en diosa, pero sí atestigua que su Hijo es el Dios encarnado, que asumió nuestra humanidad a través de ella.
La perícopa evangélica de esta Solemnidad, además de mostrar la verdad de la Navidad del Señor como manifestación de su amor, que alcanza el punto más alto con el vaciamiento de sí mismo (kénosis) a fin de que la vida alcance a la humanidad, llevándonos también a la contemplación de los acontecimientos importantes de la salvación, cuyo primer tesoro fue el corazón y la mente de María: “María guardaba todos estos hechos y meditaba sobre ellos en su corazón”.
A ejemplo de María, estamos llamados a contemplar todos estos acontecimientos salvíficos, conservándolos en nuestro corazón:
1. El nacimiento de Jesús como cumplimiento de la promesa de Dios en la historia concreta de la humanidad: Los pastores fueron invitados a Belén para conocer al recién nacido. Sin embargo, este recién nacido no estaba solo: “Encontraron a María, José y al recién nacido acostado en el pesebre”. El Mesías no es un personaje mitológico, que apareció arbitrariamente en la historia o inventado por la fantasía humana para dar respuesta a profundos anhelos humanos. Sino que el Cristo es un niño nacido de una mujer concreta, en una familia real, de padres conocidos. En la escena del nacimiento de su Hijo, María ve cumplida la profecía que el ángel Gabriel le había anunciado en el momento de la anunciación: “He aquí que concebirás y darás a luz un hijo”. Por tanto, la profecía del Magnificat de María también se cumple en ese momento: “El Señor ha hecho en mi grandes maravillas”.
2. El primer libro en el que se inscribió el Evangelio fue en la mente y el corazón de María: “María guardaba todos estos hechos meditándolos en su corazón”. Lucas, en el prólogo del libro de los Hechos dice: “Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la Palabra…” (Lc 1, 1-2). Por lo tanto, el libro del evangelio es el registro de todo aquello que los testigos oculares habían guardado, conservado y meditado en su corazón y en su mente. Si Lucas insiste en decir, por dos veces, “que María guardaba todos estos acontecimientos en su corazón” (Lc 2,19.51), no podríamos dejar de reconocer su precioso papel como testigo ocular y guardián de los acontecimientos de la salvación. María es el evangelio vivo de su Hijo, porque en ella el Verbo se encarnó, asumió la forma más elevada de comunicación. Fue el primer libro donde la Palabra fue “escrita”, no con tinta u obra humana, sino a través de la acción del Espíritu Santo, aquel que es la fuente de inspiración de toda la Escritura, especialmente de los evangelios.
3. La gloria y la alabanza de Dios son signos de la experiencia de la verdadera Navidad: “Los pastores volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído…” El encuentro con el Salvador, el Hijo de Dios y María, se convierte en el motivo real y suficiente del culto agradable a Dios, porque son mucho más que simples palabras pronunciadas en un rito religioso, es una verdadera acción de gracias, es decir, la Eucaristía. No encontramos en nosotros las razones para alabar y agradecer a Dios, sino en la salvación que Él realiza donde encontramos la razón de nuestro culto. Glorificamos a Dios por lo que ha hecho por nosotros, así como en María: “Engrandece mi alma al Señor… Porque ha hecho grandes obras por mí”. No son nuestras obras las que justifican o nuestra alabanza a Dios, sino sus obras en nosotros, por nosotros y para nosotros. Contemplar al recién nacido, Hijo de Dios y de María, es reconocer la gran obra de salvación que el Creador hizo por nosotros. Celebrar la Navidad es convertirse en testimonio de ellos; es volver alabando y glorificando a Dios por lo que hemos visto y oído. Para darle verdadero culto, es necesario ver los signos concretos de su acción en el mundo a través de quienes se esfuerzan por construir fraternidad, justicia y paz. Sólo acogiendo (escuchando, guardando y meditando) el Evangelio podemos convertirnos, como María, en verdaderos anunciadores de la buena noticia de salvación, cuyo primer anuncio se hizo en Nochebuena y que resuena permanentemente cada día.
María es verdaderamente Madre de Dios porque su Hijo es verdaderamente Dios encarnado. Estos son los acontecimientos que debemos guardar en nuestro corazón y en nuestra mente, y ser sus anunciadores. Si la Navidad es el nacimiento del Hijo de Dios, ¿cómo no agradecer a su Madre, que es el primer Libro de su evangelio y primera anunciadora de la salvación?