En la parábola de Jesús (Mateo 22, 1-14), está clara la Invitación de Dios (Padre) a una boda; a la boda de su hijo. Invitación al banquete por antonomasia entre las fiestas de la gente y de los pueblos. La invitación está claro que nace de la iniciativa de Dios y que va dirigida, en esta ocasión, al pueblo de Israel. No es atendida esta invitación y ésta se extiende a todos los caminantes y caminos del ancho mundo que salen o vienen a Jerusalén. Y la invitación no tiene protocolo. Malos y buenos. Todos invitados.
Jesús está diciendo que la oferta de Salvación por parte de Dios no hay quien la pare. Que Él va a seguir siendo fiel y que machaconamente la irá ofertando en todo tiempo y lugar. El amor de Dios no tiene fronteras, y realmente Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. El banquete se llena de comensales.
Pero… ¡siempre hay un pero!. ¿Será que nunca podamos tener la fiesta en paz? Es que la fiesta, el banquete, los dones de Dios son gratuitos pero no superfluos o banales. Tenemos que aceptarlos como son o los estropeamos. Igual que Israel (o los dirigentes del pueblo) no supieron escuchar o aceptar las múltiples invitaciones dirigidas a ellos por los profetas a lo largo de la historia y estaban a punto de no aceptar la invitación desde el propio Hijo (el novio de la boda), también los invitados de todos los tiempos, entre los que estamos nosotros, podemos hacer ascos a la invitación, diciendo que tenemos otras cosas más importantes en qué ocuparnos y no perder el tiempo en fiestas o en quimeras.
El final de la parábola desde siempre me da escalofríos, porque uno se pregunta y qué puede hacer ese pobre hombre que no va con el traje de bodas si ha acudido al banquete desde el camino. Ciertamente el traje de bodas no puede ser otra cosa que la actitud personal. El Rey llama “amigo” a aquel que ha entrado sin traje de bodas. Hubo otro al que Jesús llamó “amigo” y tampoco cambió. El amigo del Rey se queda mudo. Se cierra sobre sí mismo. No se deja invadir. No sale, no comunica. Ya está fuera de la fiesta, de la comunión, de la gratuidad. Se queda él solito; aislado. Eso mismo ya es el llanto y rechinar de dientes. Incomunicación absoluta. No aceptar la gratuidad y la comunión; no aceptar la fiesta. Ese tal es arrojado fuera o él mismo se pone fuera. A Judas nadie le echa. Él solo se va y se pone al margen y se suicida. Esa es la alternativa a no dejarse invadir por Dios. Eso es lo contrario a la Salvación. La no Salvación del hombre es una posibilidad real. Nuestra vida tiene “peso”, tiene valor. El valor se lo da Dios mismo en cuanto nos contagia y se nos da. Si cerramos esa posibilidad nuestra vida pierde peso y consistencia. Será sal que deja de salar y no sirve para nada.
Es hora de nuestra decisión. No tengamos miedo a fiarnos de Dios. Trabajemos para desbrozar todo lo que hay de antifraternidad entre nosotros. El papa Francisco en su recentísima encíclica la abre con el grito de San Francisco: ¡Todos hermanos!. Eso. Reconozcamos que lo somos; gocemos con ello; agradezcámoslo y trabajemos por esa fraternidad a la que nos convoca nuestro Padre común por su Hijo Jesucristo, el “Enviado” como “Enmanuel”.