01 enero 2020
01 ene. 2020

¡Nos puso su tienda!

de  André Vital Félix da Silva, obispo scj

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El Prólogo del Evangelio de Juan que meditamos en este día no es solo una introducción (prologo) al cuarto evangelio, sino que constituye la síntesis más alta de toda la Escritura, ya que presenta su cumplimiento. Todo lo anunciado en el Antiguo Testamento por la Palabra de Dios, que ahora se encarna, alcanza su pleno cumplimiento. En los dos primeros versículos Juan, utilizando la expresión “En el principio”, no se refiere a un aspecto puramente cronológico para indicar lo que fue al principio de todo, ni siquiera cómo empezó todo, sino retomando el Libro del Génesis, cuya primera expresión es idéntica al del Prólogo, nuestro autor nos sumerge en el gran misterio del amor de Dios que, al dar vida a todo lo que creó, anunció su proyecto de venir a vivir a esta hermosa casa que él mismo construyó. Sin embargo, no solo quería vivir entre los seres que creó, como un extraño, sino montar su tienda con ese ser que fue creado a su imagen y semejanza. Con esta expresión (“En el principio”), Juan recuerda a sus lectores la indisolubilidad e interdependencia de los dos Testamentos, ya que el Nuevo no descarta ni hace obsoleto al Antiguo, ni el Antiguo se basta a sí mismo sin el Nuevo.

La traducción de la expresión hebrea (bereshit: en el principio) puede incurrir en una distorsión semántica si solo se considera el aspecto cronológico (inicio, comienzo), porque su alcance va más allá. Una sola palabra en hebreo (bereshit) compuesta por otras tres (be: em / rosh: cabeza / it: indica una abstracción) apunta al acto creador de Dios como el fundamento de todo, porque no solo señala el comienzo de una historia. Aquí se dice que la Palabra creadora de Dios fue en principio (griego: arché), ese principio sustenta todo y da sentido a todo. Por tanto, sin la Palabra, todo es caos y confusión, perdiéndose la razón. Por eso se afirma: “Era la luz verdadera que, viniendo al mundo, ilumina a todo ser humano”. Un ser humano que viene al mundo pero no encuentra la luz de la verdad, permanece en el caos y confusión primordiales, no alcanza la plenitud de la vida. Jesús dice: “He venido para que todos tengan vida y vida en plenitud”.

Este asunto de la luz impregna toda la Sagrada Escritura: desde Gn 1,2: “Hágase la luz” hasta Ap 22,5: “No habrá necesidad de la luz de la lámpara, ni la luz del sol, porque el Señor Dios brillará (Griego: photosei, iluminará) sobre ellos”. Para el Antiguo Testamento, la asociación de la luz con la Palabra de Dios es evidente: “Tu Palabra es lámpara para mis pies y luz para mi camino” (Sal 118,105). Para Juan, esta luz es el mismo Jesús que dice: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12).

Por otro lado, aunque la luz brilla intensamente, hay quienes la rechazan: “Vino a los suyos, pero los tuyos no la recibieron”. Sin embargo, la oscuridad no logró aprisionar la luz. Por la fe, quien se deja iluminar por la luz de la verdad “recibe el poder de convertirse en hijo de Dios”, porque el Hijo de Dios, Verbo eterno: “Se hizo carne y habitó entre nosotros”. Si bien la construcción sintáctica nos permite distinguir las dos acciones (hacerse carne y morar), no podemos separarlas, porque la morada entre nosotros se produjo en el momento en que este Verbo se hizo carne, asumió nuestra condición. El mismo Pablo nos explica que nuestra vida aquí es como vivir en tiendas de campaña, que un día se desharán: “Sabemos que si nuestra casa terrenal, esta tienda, se destruye, tendremos un edificio en el cielo, obra de Dios, una morada eterna, no hecha por manos humanas” (2 Cor 5,1). En esta misma perspectiva, Jesús habla de su cuerpo (la tienda que asumió) como el templo que, aunque destruido, será erigido definitivamente en tres días (cf. 2,19).

Este tema de la tienda que el Verbo, al encarnarse, se arma entre nosotros y en nosotros (griego: en ´umin) une la Navidad al Misterio Pascual, porque la más alta revelación de quién es este Verbo eterno, que asumió nuestra condición, recibió un nombre, Jesucristo, a través del cual “la gracia y la verdad vinieron a nosotros”, y será en su hora cuando se manifieste su gloria. Gloria ya anticipada en las Bodas de Caná: “Manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (2,11). Vale la pena mencionar que este signo se denomina principio (arché) de los signos. Por lo tanto, el fundamento de toda la obra de Jesús es la manifestación de su gloria para que veamos y creamos en él. Esta gloria, sin embargo, es consecuencia de su fidelidad al Padre que lo sostiene hasta la cruz: “¿Qué diré, Padre, sálvame de esta hora? Fue precisamente para esta hora que vine. Padre, glorifica tu nombre” (12,27-28). Ver la manifestación de la gloria de Jesús para participar en ella nos recuerda que el recién nacido en el pesebre es el mismo que fue clavado en la cruz. Así como los ángeles cantan la gloria en la Nochebuena, así en la tumba de Cristo resucitado anuncian la buena noticia de que ya no está allí. Que la celebración de la Navidad renueve en cada uno de nosotros la certeza de que el Verbo eterno armó su tienda entre nosotros, y que esta tienda, aunque esté maltrecha, no puede ser destruida, pues tiene un soporte, su cruz, pues el recién nacido, recostado en el pesebre, iluminó el mundo con su nacimiento y lo salvó manifestando su gloria clavado en la cruz.

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