Una vez más la liturgia de Adviento nos presenta la figura de Juan Bautista como referente importante en este camino de preparación para acoger al Salvador. El evangelio de este III Domingo destaca dos elementos fundamentales e inseparables del Profeta: su identidad y su misión. En otras palabras, ¿quién es Juan el Bautista y qué vino a ofrecernos? Juan es “un hombre enviado por Dios”; en este sentido, se parece a tantos otros que, a lo largo de la tradición bíblica, son identificados como enviados por Dios, especialmente los profetas. Sin embargo, su nombre “Juan” revela algo específico de su misión; en hebreo significa “Dios es misericordioso”. Por tanto, Juan es una prueba concreta de que Dios cumplirá sus promesas, es decir, visitará a su pueblo para liberarlo. El profeta Juan es el enviado por excelencia porque mostrará dones, que no solo hablarán de la misericordia de Dios, sino que la utilizarán con su pueblo. A diferencia de todos los otros enviados, viene a dar testimonio (griego: martyria) de la luz “para que todos crean por él”.
La identidad y la misión del precursor las hacen inconfundibles. Sin embargo, solo quienes acogen su testimonio pueden prepararse adecuadamente para reconocer a Jesús como la luz verdadera y, por tanto, ser iluminados por Él. Los futuros opositores de Jesús (autoridades judías) también envían algunos hombres (sacerdotes y levitas) a Juan Batista para interrogarle sobre su identidad y misión: “¿Quién eres y por qué bautizas?”. Incluso antes de decir quién era, Juan insiste en no ser confundido con lo que no es: “Yo no soy el Cristo (el Mesías)…”
Cuando se trata de identidad, es importante no ser confundido con aquello que no es; de lo contrario, será imposible comprender cuál es su misión. Por otro lado, en la vivencia coherente de la misión, se consolida la identidad inconfundible de la persona. Juan no permite que se confunda su identidad, por eso, en una triple negación, despeja cualquier duda: no es el Mesías, no es Elías, no es el Profeta.
El ser humano muchas veces se ve tentado a forjar su propia identidad pretendiendo ser lo que, de hecho, no es, solo para garantizarse la aceptación y el reconocimiento de parte del entorno en el que se encuentra, a costa de un alto precio de falta de autenticidad. Es un desafío reconocerse a uno mismo, sobre todo, cuando el encuentro con la verdad requiere humildad para el cambio, para una auténtica conversión, fruto del encuentro con quien es la luz verdadera y que, por tanto, no nos permite vivir en la sombra de la falta de identidad o en una apariencia que camufla la verdad que libera.
Juan está convencido de su identidad y, por tanto, puede decir algo sobre sí mismo, naturalmente sin separar su identidad de su misión: “Yo soy la voz que grita en el desierto”. Reconociéndose a sí mismo como la voz que clama, admite que su existencia está íntimamente relacionada con la Palabra creadora, como dice el Prólogo del Evangelio: “Todo fue hecho por Él (Logos: Palabra) y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jo 1,3). Por tanto, es muy peligroso que el ser humano quiera hablar de su identidad prescindiendo de esa verdad fundamental, es decir, de su relación intrínseca con el Creador, que lo llamó a la existencia por el poder de su Palabra. Este “Verbo se encarnó y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), esta es la realidad más consistente sobre la que podemos construir nuestra identidad, porque no somos seres históricos perdidos en un espacio sin rumbo. Aquellos que aceptaron la Palabra, “recibieron el poder de ser hijos de Dios, los que creen en su nombre” (Jn 1, 12). Por tanto, Juan el Bautista vino a dar testimonio de la luz, para que todos creyeran. Creer en la Luz y dejarse iluminar por Ella no es una opción para el ser humano que busca conocer su identidad y misión, pero es el camino para descubrir su verdad. La fe no es una posibilidad de conocer esa verdad, pero la capacidad de acogerla, pues sin ella no se experimentará la libertad deseada, la única condición para consolidar la propia identidad.
Además de confirmar su identidad como alguien que fue iluminado por la luz verdadera, Juan Bautista no se enorgullece de su condición, sino que por el contrario, reconoce que su misión está enraizada en la humildad y, por eso, afirma que es incluso menor que un simple, siervo, porque no es digno de servir a la verdadera Luz: “El que viene después de mí, de quien no soy digno de desatar la correa de la sandalia”.
El Precursor del Mesías no se deja confundir y, por eso, se convierte verdaderamente en testigo.
El Adviento es un tiempo propicio para repensar cómo vivimos a la luz de nuestra identidad cristiana. Es tiempo que nos invita a tener el coraje de Juan Bautista para reconocer lo que no nos identifica como personas iluminadas por la Palabra. No basta con afirmar que uno es cristiano, es necesario abandonar aquello que niega esa misma identidad, pues confunde y debilita la misión, no se convierte en un testimonio convincente. El Adviento es el tiempo de ir al encuentro de la Luz verdadera que, por la fe, reconocemos como la fuente de vida plena, pues nos da identidad y nos confía una misión en el mundo.
La pluralidad de opciones en el horizonte de la vida no nos impide asumir el irrenunciable derecho a tener una identidad reconocida y respetada. A pesar de que afrontemos oposiciones, persecuciones e incluso intentos de destruir nuestra identidad cristiana y católica, anulando nuestra misión en el mundo, no debemos desistir de testimoniar nuestra identidad como Hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza y colaboradores de su Hijo unigénito, cuyo nacimiento celebramos y cuya venida final esperamos.
El coraje de anunciar la luz verdadera garantizará nuestra identidad; la humildad de testimoniar esta verdad confirmará nuestra misión en el mundo. Renunciar a la valentía de asumir la propia identidad y perder la humildad en el cumplimiento de la misión, serán los grandes impedimentos para ser verdaderos testigos de la Luz.