06 mars 2025
06 mars 2025

Peregrinar en el Camino de Santiago: un camino de encuentros

Peregrinar en el Camino de Santiago: un camino de encuentros
La situación estratégica de la comunidad dehoniana en el Camino de Santiago, en la localidad de Puenta la Reina, en el norte de España, ofrece a los peregrinos una oportunidad excepcional para el encuentro.
par  Pedro Iglesias Curto SCJ
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Puente la Reina es una pequeña localidad del norte de España, que nació y creció a la vera del Camino de Santiago. Hoy sigue siendo un punto destacado en las primeras etapas de esta peregrinación en su discurrir por la península ibérica. Aquí, en esta intersección de historias y caminos, se encuentra nuestra comunidad dehoniana, donde vivo y desempeño mi ministerio.

Cada día, al finalizar la Eucaristía de la tarde, ofrecemos a los peregrinos una bendición para su camino. Luego nos acercamos y, mientras entablamos una breve conversación, les preguntamos su nombre y procedencia y les entregamos una cruz dehoniana que ponemos al cuello.

Una tarde, al concluir este sencillo gesto, se acercaron Bento y Marcela[i], dos peregrinos brasileños. Me tendieron su teléfono móvil con una sonrisa.

—El año pasado también estuvimos aquí —dijeron—. Fue usted quien nos dio la bendición, y nos hicimos una foto. Nos ha hecho mucha ilusión encontrarlo de nuevo. ¿Podemos tomarnos también ahora una foto para enseñársela a nuestros hijos?

No olvido la emoción de sus palabras durante este breve diálogo. No solo por lo que podría parecer una mera casualidad. Para ellos, como para tantos otros, aquel momento representó algo más grande: la posibilidad de sentirse reconocidos, acogidos. A menudo los ojos de los peregrinos se llenan de lágrimas cuando encuentran algo tan sencillo como un rostro que los escucha y les dedica un poco de tiempo, estando muchos de ellos a cientos (o miles) de kilómetros de casa. Y más aún en quienes, movidos por su fe, agradecen la posibilidad de encontrar una iglesia abierta en mitad del camino, donde participar en la Eucaristía.

El Camino de Santiago, como cualquier peregrinación, tiene muchas facetas y puede entenderse de tantas maneras como personas lo emprenden. Sin embargo, surge a menudo la pregunta acerca de lo que define esta experiencia, aquello que la diferencia de cualquier otra actividad lúdica o deportiva. Una respuesta inmediata apunta a la significación religiosa que caracteriza toda peregrinación: esa búsqueda de trascendencia que va más allá de una caminata con amigos. Y, aunque parezca sorprendente, al menos en el Camino de Santiago que recorre nuestra vieja Europa, esta motivación está más presente de lo que pudiera parecer[ii].

Pero esto tan general que llamamos espiritualidad posee numerosas declinaciones en el camino. Así, se subraya, por ejemplo, su valor como metáfora de la búsqueda de la vida, su carácter penitencial, la posibilidad de hallar el silencio necesario para la meditación o incluso su potencial para el discernimiento vocacional. Sin embargo, aquella experiencia con Bento y Marcela, y tantas otras como esa, me hace creer que hay algo común que subyace a todo ello: la necesidad del encuentro.

Esta es la esperanza que anima cada jornada, que jalona cada etapa. En la peregrinación, los pasos llevan no solo hacia un destino, hacia el encuentro con una presencia religiosa significativa o un lugar cargado de espiritualidad. No es una carrera hacia una meta ni el mero deseo de alcanzar un objetivo. Cada etapa cuenta; cada día es una oportunidad para el encuentro, en todas las dimensiones que nos constituyen y nos hacen más humanos. Una sonrisa, una palabra amable o el esfuerzo compartido durante una jornada difícil son ventanas que se abren hacia ese deseo tan profundo y necesario de encontrarse y sentirse encontrado.

Solo desde esta perspectiva me parece comprensible cómo, lejos de ser un fenómeno pasajero, el número de peregrinos que cada año pasan por nuestra puerta no deja de crecer. No se trata de la búsqueda de una aventura más. Es esa sed tan humana (y quizá hoy tan urgente) de encuentro, que constituye una experiencia verdaderamente trascendente porque implica salir de uno mismo hacia el otro, hacia el desconocido que pasa a nuestro lado, y abrazar el horizonte amplio del camino. Es, en definitiva, aventurarse en el encuentro más fascinante: aquel que radica en lo profundo de uno mismo y al hacerlo dejarse encontrar, de manera a menudo sorprendente, con la sutil presencia de un Dios que camina con nosotros.

En esta diversidad de encuentros que acontecen al andar, cada uno va cargado con lo que es, con lo que lleva. La imagen del peregrino, al menos la que veo cada día al salir a la calle, es inseparable de su bastón y la mochila que carga a la espalda. Siempre he pensado que no hay mejor símbolo para representar la necesidad de una síntesis de vida en lo esencial. El peregrino no puede avanzar con demasiadas cosas y, si lo intenta, tarde o temprano debe desprenderse de muchas de ellas. Hay algo profundamente simbólico en esto, porque el camino ofrece muchas formas de aligerar el peso, no solo el físico.

Recuerdo a Cristina, una peregrina española que llegó a nuestra iglesia casi sin fuerzas, afectada por una lesión que le hacía dudar si podría continuar. Había decidido, tras jubilarse, cumplir su deseo de recorrer el Camino de Santiago. En una de las primeras etapas, al llegar a una zona embarrada, decidió seguir adelante. Algunos peregrinos más jóvenes se ofrecieron a ayudarla con la mochila, pero ella, resuelta, respondió que no lo necesitaba. Resbaló y cayó hacia atrás.

Al terminar la celebración, me contaba que probablemente haría una pausa para recuperarse, y añadió:

—No sé si acabaré el Camino. Pero ya he aprendido que tengo que fiarme más de los demás. Y, sobre todo, me he dado cuenta de que tengo mis límites, pero no quiero rendirme.

Es la misma experiencia que descubrí en Ron, quien había comenzado su camino en algún lugar de Gran Bretaña. Se cruzó conmigo mientras iba con prisa a preparar la Eucaristía. Me preguntó, casi disculpándose, si tendría un momento para confesarle.

—Lo siento —respondí apenas sin detenerme—. Ahora vamos a celebrar la Eucaristía. Si quieres, puedes quedarte y participar. Al terminar, después de saludar a los peregrinos, podemos encontrarnos.

Fue una conversación pausada, buscada porque demorada durante mucho tiempo. Ahí comprendí lo pesadas que pueden resultar algunas mochilas y la grandeza de la misericordia que Dios sale a sembrar por los caminos. Al despedirse, me dio un abrazo. Creo que no necesitaba otra cosa.

En tantas de estas historias he descubierto que si el camino es encuentro, entonces tiene siempre la capacidad de abrirnos a lo inesperado. Cada día, cada rostro, cada silencio compartido tiene el poder de sorprendernos.

Así me quedé una tarde cuando, a la salida de la iglesia, me esperaba Liam, un peregrino estadounidense. Me mostró la cruz que llevaba al cuello y que acababa de entregarle al final de la Eucaristía.

—¿Qué significa esta cruz? ¿Por qué tiene un corazón? —me preguntó.

Le expliqué que representa el Corazón de Jesús, que da su vida en la cruz por nosotros. Por eso, cuanto más amor ponemos en la vida, cuanto más nos entregamos, más pequeña se hace la cruz de cada día. Así lo hizo Jesús. Porque nos ama.

Él se quedó en silencio unos segundos antes de responder:

—Nunca había oído hablar esto.

Su sorpresa era auténtica, y en sus ojos vi algo cambiar. Era como si aquel sencillo gesto le hubiera revelado algo que ni siquiera sabía que estaba buscando. Y a mí me hizo caer en la cuenta de que nada, ni siquiera lo que nos parece tan evidente, puede darse por descontado. Aún hay quien necesita escuchar que Dios nos ama.

En todo esto, en este contexto, el lema del Jubileo cobra una resonancia especial: Peregrinos de esperanza. Aquí se entretejen esas pequeñas esperanzas del día a día: encontrar sitio en el albergue y una cama en la que descansar, disponer de un buen lugar para comer, tener la suerte (y el ánimo) para disfrutar de cuanto ofrece la meta de cada jornada. Pero el camino, con todas sus exigencias, es también una metáfora viva de una esperanza más honda. En cada paso, el peregrino busca reconocerse en los demás, en esa mirada de ternura y acogida que parece decirle: «No estás solo». Y en esa esperanza profundamente humana, el caminante encuentra también la mirada de Dios, que acoge, sostiene y da sentido. Es la esperanza de un amor que no deja de sorprender y recordarnos que, aun cuando no lo sepamos, todos estamos en camino hacia él, junto a él.

Sí, seguramente peregrinar no es otra cosa que emprender un camino de encuentros, con los demás, con la belleza, con uno mismo y, sin lugar a duda, aun no buscándolo, con Dios. A veces, basta con una sonrisa, una palabra, un silencio. A veces, solo hace falta estar ahí. Y en ese estar, todo cobra sentido.


i Todos los encuentros narrados en estos artículos son reales; sin embargo, los nombres mencionados son ficticios, por la dificultad para recordarlos. Si alguno de los nombres coincide con personas reales, se trata, sin duda, de una mera casualidad.

ii En 2023, la Universidad de Santiago de Compostela presentó los resultados de un estudio basado en encuestas y comentarios en redes sociales sobre las expectativas y motivaciones de los peregrinos del Camino de Santiago. Las conclusiones destacan que la motivación espiritual es la más significativa para la mayoría de los peregrinos y que este ámbito es, además, el que genera un mayor impacto personal tras completar el Camino. M. L. Loureiro, X. A. Rodríguez, F. Martínez, C. Tilves, Percepciones y espiritualidad en el Camino de Santiago: un análisis basado en encuestas y redes sociales, Universidade de Santiago de Compostela, 2023 (https://archicompostela.org/portal-de-transparencia/wp-content/uploads/2023/02/Analisis_de_sentimientos_informe.pdf

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